EL ECONOMISTA


Una de las clases a las que asistí en Madrid hace unas semanas fue de la toma decisiones mediante el análisis financiero.   

Al llegar, el profesor, se presentó como un economista (hasta allí no había sorpresas) y luego dijo: “sicólogo, también”. 

Es cierto que en una era de transformación esperamos que una persona tenga diferentes estudios, no obstante, la segunda profesión inició el murmullo de los asistentes. Seguramente era lo que buscaba el educador al revelar este dato.

Tras una pausa, bien aplicada por él, explicó que sus dos carreras estaban relacionadas, porque la economía se basa en los comportamientos humanos y a continuación, puso un ejemplo: si todos nos creyéramos que la economía sale adelante, entonces ocurriría exactamente eso.

Recordé el caso de Ecuador.  Nos han educado diciéndonos que es un país pequeño y subdesarrollado.  Sin embargo, Israel es más pequeño que nosotros, rodeado de vecinos que no lo quieren y desierto, pero con un ingreso por persona siete veces superior.

El subdesarrollo es un estado mental y de educación.  Nos hemos creído que es imposible salir de él.  Es vital alejarnos de ese esquema de pensamiento.

Las personas que innovaron o que rompieron récords deportivos no escucharon a los “expertos” que decían que las cosas no se podían lograr.

La mayoría de los ecuatorianos sienten que estaban mejor cuando el precio del barril del petróleo superaba los cien dólares. El Estado gastaba a manos llenas el dinero del petróleo y del encaje bancario, mientras se endeudaba alegremente. Ese gasto durante la época de elecciones hacía parecer que la economía estaba bien.

Ese era el dinero que circulaba en la sociedad.  El que nos hacía sentir exitosos y con empleos seguros.  El defecto era que olía a recursos petroleros extraordinarios, corrupción, endeudamiento y despilfarra. 

Recordamos lo bonito, mas no el perjuicio que causaron ciertas reformas laborales que se promulgaron desde el año 2008.  Provocando que miles de personas que tuvieron un empleo adecuado lo perdieran. 

Tampoco nos acordamos de la distorsión que los mega sueldos públicos generaron al compararlos con los privados y la presión tributaria que pagar esos sueldos de los funcionarios públicos significa para los contribuyentes.

Está claro que queremos un mejor presente.  No la promesa de un futuro mejor, pero vamos por el camino correcto. 

Es cierto que falta mayor agilidad en la toma de decisiones económicas y también hay que reconocer que por el sendero anterior íbamos camino a ser fracasos económicos socialistas como los de Venezuela o Cuba.  Solamente la estabilidad que proporciona el dólar nos salvó.

Por eso veo el vaso medio lleno e invito a creer en un futuro de prosperidad.  A cambiar nuestro comportamiento.  Decidirnos a ser un país desarrollado.  No importa en cuál trinchera nos encontremos: pública o privada. 

Ojalá el gobierno encuentre ese rumbo y pueda comunicarlo mejor, porque si  creemos que es posible y trabajamos para ello, lo lograremos.  Como todo en la vida.


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