ORGULLO ECUATORIANO
México siempre tiene algo que enseñar. No falla.
Es un país con una cultura fuerte, al que nos parecemos en chiquito. Tal vez siento que asemejamos porque mi
generación vio mucha televisión importada desde ese país.
Siempre estuvo en mis pensamientos como la opción A de
refugio. La opción B era algún lugar
remoto en Italia. Al final, no entiendo
el denominador común de ambos destinos.
Tal vez sea la comida y la vida relajada. Il dolce far niente.
También puede ser que los tres lugares viven en un
constante revolú. La capital mexicana
tiene multitudes constantes que marchan por las calles reclamando algo. Según la exsecretaria de Seguridad Pública,
Patricia Mercado, se registran tres marchas diariamente. En el 2016 se contabilizaron más de nueve mil
manifestaciones de diversos grupos inconformes.
Aquí, todos los grupos sociales queremos hablar con el
presidente de la República. Sospecho que
es una herencia del reinado español que gobernó la Real Audiencia de Quito. Asumimos que todos nuestros problemas deben
ser solucionados por una autoridad equivalente a la de un rey. Olvidamos que existen más funciones del Estado
para resolver nuestros dilemas.
No encontramos los canales adecuados para debatir ideas.
Tampoco se fomentan. Somos radicales.
Creemos que nuestros pensamientos se anteponen a los de los demás.
Así, los socialistas creen que su solución es
única. Lo mismo los grupos de la extrema
derecha, los trabajadores, los religiosos, los LGBTI, etcétera.
Terminamos infringiendo los derechos de cada uno por
tratar de imponer nuestras creencias.
En México, un gringo me hizo la típica pregunta sobre
las diferencias entre los guayaquileños y quiteños. Estoy
acostumbrado a esa interrogante sutil que casi todos los extranjeros hacen
después de visitar nuestro país. Esperan
una respuesta explosiva que los divierta.
Mi contestación desde hace muchos años atrás es la misma: “somos dos culturas diferentes a las que nos
une el orgullo de ser ecuatorianos.”
Es en ese sentimiento que nos encontramos como
nación. Todos buscamos un mejor futuro
para nuestra sociedad. Es el común
denominador. Solamente falta la forma de
lograr ese objetivo.
Si pudiéramos respetarnos mutuamente, comenzando a
nivel barrial hasta llegar el ámbito nacional, podríamos encontrar el camino
hacia la prosperidad. La clave es la escucha activa, la empatía y
retroalimentación como medios para resolver conflictos. Un cese al fuego.
Eso no significa cambiar constantemente de opinión,
sino la capacidad para extraer lo mejor del pensamiento ajeno en beneficio de
la solución general, en un ámbito de la más amplia libertad y respeto por el
derecho ajeno.
El gringo quedó pensativo.
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