UN POCO DE HISTORIA
Recuerdo la época cuando no
existían teléfonos celulares. Levantaba el teléfono convencional y a veces
tenía que esperar hasta una hora para llamar a mi abuelita. Ese era el amor que le tenía. Y eso que nosotros teníamos la suerte de
tener teléfono, porque gran parte de la población no disfrutaba de ese
privilegio. Conseguir una línea podía
tardar un año o más. Los funcionarios públicos
del monopolio estatal que administraban las telecomunicaciones lo trataban a
uno como un ser inferior. Con esa mirada
que los burócratas tienen cuando tienen un poquito de poder.
Una vez que usted lograba,
después de múltiples dificultades, obtener una o varias líneas telefónicas para
su casa u oficina, venía el problema del cableado. Me explico.
Un buen día usted no tenía tono.
El teléfono moría. Uno lograba
comprender el concepto de la nada cuando descolgaba el aparato y escuchaba el
silencio vacío. Desconcertante. En esas circunstancias, se debía ir a la
empresa estatal pública que lo administraba.
Otro servidor público, con cara de suspicacia, escuchaba el extraño caso
del teléfono sin sonido. Sorpresa y algo
de superioridad reflejaba la cara del funcionario. Entonces este ser iluminado, que pareciera
levitar gracias al orgullo de ser quien era, respondía que iba a enviar una
cuadrilla para analizar la situación.
La cuadrilla aparecía a las
dos semanas y media desde el reporte del daño.
Sus integrantes invariablemente eran panzones quemados por el sol, pero
cuando llegaban, uno estaba dispuesto a besarles los pies. Reflejaban un aire de conocimiento
sagrado. Una visión absoluta de los
misterios de la tecnología de la telecomunicación. Inmediatamente decían que iban a investigar
el entuerto telefónico. Uno rogaba que
regresen. Que no se olviden de esa
persona tan especial, que les pagaba el sueldo a través de la planilla de esos
teléfonos que frecuentemente no ofrecían servicio.
A la hora, la cuadrilla
regresaba con caras tristes, revelando que alguien había robado el cable. Uno no podía creer el dictamen: ¨¿Pero para
qué?¨ respondía uno. No era importante
que el cliente fuese inquisitivo. ¿La
solución?: pagar por la reposición del cable.
Que ellos, la cuadrilla, lo podían conseguir más barato. Caso contrario tendrían que regresar a la
empresa telefónica pública monopólica administrada por seres superiores para
realizar un papeleo que no garantizaba solución inmediata, sino burocrática, al
problema de incomunicación. Eso podría
tardar meses. Entonces se terminaba
pagando precios elevadísimos por el maldito cable, con la esperanza de poder
estar comunicado unos semanas más.
Ese martirio terminó cuando
llegaron las compañías privadas de teléfonos celulares. Ya nadie que viva en el campo o la ciudad
tiene que anunciar por radio Cristal que murió un familiar. Basta una llamada por celular. Ni digamos lo importante que es estar
comunicado por medio de un teléfono móvil para producir en un siglo que las
personas no esperan. No señores
burócratas. El teléfono celular no es un
bien suntuario. Es indispensable para
trabajar. Ese aparato terminó con la
miseria en la que nos tenían sumidos, cuando solamente existían teléfonos
convencionales administrados por personas como ustedes: socialistas que tienen
la arrogancia de afirmar que saben lo que nos conviene, mientras dilapidan
nuestro dinero a manos llenas.
Incrementar impuestos a la telefonía fija y celular es
inflacionario. Significa un fracaso de
la creatividad de los gobernantes.
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