COMPETITIVIDAD

En los últimos tiempos he encontrado funcionarios públicos bien intencionados, pero con un afán de regular hasta el último detalle de las actividades productivas.  Exigen cada vez más requisitos, sistemas y cursos para operar a empresas que generalmente llevan décadas de funcionamiento y probada solvencia; sin tener sustentos prácticos que demuestren que estas imposiciones representan una mejora o que hayan tenido éxito en otros países, sino lo contrario.  Este exceso de condiciones implica el incremento de los precios de los bienes y servicios que las compañías ofrecen y en algunos casos, arriesgan su supervivencia.  El anhelo controlador hace sentir al empresario que mejor sería que el funcionario público administre la empresa, porque requieren el cumplimiento de nimiedades que de ninguna manera afectan a los clientes de las empresas, que por lo demás, se interesa diariamente en conservar para subsistir en un mercado competitivo.  Existe ansia de legislar lo intrascendente con la excusa de que se defiende al consumidor, cuando este ya se encuentra protegido por las leyes vigentes en caso de que la empresa o sus empleados obren indebidamente.

Somos presa del fetichismo legislativo.  La izquierda cree que el Estado debe regular todo, pero al final no controla nada.  Es como la Constitución ecuatoriana.  Tiene 444 artículos, a los que se suman treinta disposiciones transitorias.  Gran Bretaña en cambio, no tiene Constitución, pero es una potencia.  Nos revolcamos en el populismo que fomenta la vagancia, mientras la carta magna es infringida en innumerables ocasiones por quienes la promulgaron.  Por eso es que el país consta siempre en los últimos lugares en los rankings de competitividad mundial.  El Estado demanda demasiados e innecesarios trámites para abrir un negocio o para resolver la insolvencia de una empresa.  El peso que la burocracia ejerce sobre los negocios es excesivo.  No tenemos institucionalidad  y los capitales de riesgo que apoyan el bienestar de las naciones se van a Brasil, Chile, Colombia y Perú. Nuestras leyes laborales no permiten flexibilidad para pactar horarios y sueldos con libertad, y cuando un empleado defrauda al empleador, hay que despedirlo bonificándolo, porque el trámite del visto bueno demanda complicaciones y recursos.  Si contáramos con una función judicial efectiva, a pocos se les ocurriría estafar. Y si ciertos Ministerios se dedicarán a ser facilitadores y no estorbadores de la producción, la historia de la patria sería distinta.

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