EL ESTADO NUNCA SE SACRIFICA
La élite de los gobiernos
está constituida por: a) reyes, jefes del poder ejecutivo, políticos,
burócratas y las personas que operan el Estado; y, b) grupos que realizaron
maniobras para obtener privilegios, subsidios y beneficios del Estado. El resto somos los gobernados. Eso genera dos clases antagónicas dentro de
la sociedad: los que pagamos impuestos (contribuyentes) y los que viven a costa
de los tributos que pagamos (consumidores de impuestos).
Para sostener este esquema,
los intelectuales contratados por los gobiernos justifican la existencia de una doble moral
que beneficia exclusivamente a los gobernantes.
Nadie se horroriza (excepto el oficialismo), de que los hombres de
negocios busquen obtener mayores ganancias.
Tampoco que los trabajadores que ganen menos intenten conseguir empleos
en los que puedan percibir más. Eso es
considerado un comportamiento normal. Pero
si alguien se atreve a afirmar que los políticos y los burócratas están
motivados por el deseo de maximizar sus ingresos, escuchamos sollozos declarando
un linchamiento mediático o una conspiración.
¿Qué les da a los caballeros
del aparato estatal una calidad moral superior a la nuestra? Existen dos
argumentos intelectuales usados por los Estados a lo largo de la historia de la
humanidad para excusar este “consentimiento” público: 1) el dominio del
gobierno es inevitable, absolutamente necesario y mucho mejor que la
indescriptible maldad que vendría a continuación de su caída; y, 2) que los
gobernantes son especialmente grandiosos, sabios y mejores que nosotros: los
comunes. En el pasado, el segundo
argumento se fundamentaba en el “derecho divino”, el “gobernante deidad” o la
aristocracia de los hombres. Hoy los
jefes del poder ejecutivo se presentan como “salvadores todopoderosos”. Por eso, cuando escuche decir al Gobierno que
es necesario realizar un “sacrificio”, sugiero que cuide su billetera, porque
la traducción implica que la clase gobernante ha decidido mejorar su calidad de
vida con nuestro dinero.
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